25 de mayo de 2010
Contrariamente a la creencia del común, la globalización no es una tendencia de los mercados, sino una apuesta ideológica patrocinada por los estados occidentales al servicio del sistema financiero internacional, de la Banca. A su amparo, so pretexto de construir estados legítimos y eficientes —excusa central de la política internacional— las organizaciones multilaterales (los que mandan mediante Bilderberg, la Trilateral, Davos, etc...) y los gobiernos de EEUU y, en menor medida, de la UE, intervienen, desde el final de la Guerra Fría, en el mundo a su antojo, incautando recursos estratégicos, como petróleo, gas o incluso agua. Afganistán e Irak son dos ejemplos paradigmáticos de la imposición de la democracia a punta de bayoneta y de la integración en la economía global, como bases universales para el progreso y la estabilidad de un estado. Consecuencia: millones de muertos y dos países en ruina que, para más INRI, habrán de pagar con petróleo barato o bases estadounidenses y gaseoductos hasta la última bala de uranio enriquecido con que los aliados han matado a sus ciudadanos durante años y años.
Ante tamaños errores de bulto, se evidencia una crisis de legitimidad en el sistema económico global, ya sin careta tras sucumbir la URSS, que se trasluce en el comportamiento de las empresas transnacionales, en las intervenciones internacionales legales, en los medios de comunicación, en los cambios culturales; pero también la crisis es de legalidad: en las migraciones, en el comercio internacional de armas y drogas, en el lavado de dinero, las mafias internacionales, el tráfico de recursos tales como sangre y diamantes, y en el tráfico de personas.
Sin embargo, hay en el mundo también unos 50 estados muy débiles, que acogen a unos 1.000 millones de personas a los que occidente trata de otro modo: están en gran parte del África sub-Sahariana, Oriente Medio, el sur de Asia y los Andes; son lugares donde las autoridades estatales están ocupadas en atender a sus propios intereses, gobernando sobre las sociedades sin preocuparse de impulsar el crecimiento, de reducir la pobreza o de asegurar una pizca de justicia social. Muchos de estos países han sufrido años de guerra civil, de los que aún no se han recuperado; otros son víctimas de olas de criminalidad, campañas de terror, divisiones étnicas o creciente descontento popular, crisis de deuda externa, déficit alimentarios, pandemia del HIV/SIDA, corrupción, mal gobierno, intervención militar, insurgencia de los señores de la guerra, fragmentación estatal, guerras civiles y conflictos locales de baja intensidad. En estos países, el criterio de los mandarines del globo es distinto: dejar hacer a sátrapas y ladrones, a cambio, eso siempre, del control de sus recursos.
La consecuencia del sometimiento de sus gobiernos, cualquiera que sea la vía, a los designios de EEUU, es la crisis múltiple de la idea de estado, tal y como lo conocemos. Y hay que plantearse, en estos inicios del siglo XXI, si cada gobierno-estado es legítimo, si es capaz, si se identifica con el pueblo que gobierna y si sus objetivos y responsabilidad son los adecuados. La clave nos la da generosamente el Banco Mundial, que define el buen gobierno relacionándolo con rendición de cuentas, eficiencia, transparencia y respeto por las instituciones, leyes e interacciones entre actores de la sociedad civil, la empresa y la política. Y el FMI añade el aseguramiento del estado de derecho y la lucha contra la corrupción. Son los gobiernos occidentales los que agregan a la lista la democracia representativa.
Pero todo eso son filfas, cuentos para adormecer a los infantes. La democracia no es una condición necesaria para el desarrollo económico, sin una renta y un nivel educativo mínimo; es ingenuo creer que puede arraigarse en países en desarrollo. El objetivo principal de todo estado no es ni debe ser facilitar la adaptación de los actores domésticos al nuevo orden económico global, porque la dinámica política interna y la pobreza de algunos Estados hace que sea extremadamente difícil para ellos aprovechar ninguna clase de oportunidades económicas globales. La democracia no es garantía de crecimiento en esos casos; mientras que construir la autoridad real y moral del Estado sí es esencial.
En este sentido, a pesar de todos sus defectos, que son muchos (totalitarismo, trato discriminatorio a la mujer e intromisión de la religión en la vida política) los movimientos islamistas están proponiendo no sólo una ideología gubernamental alternativa, sino también un modelo de Estado diferente, mucho más legítimo; y ofrecen una imagen de Estado virtuoso basado en los principios del Islam que es radicalmente diferente de los estados corruptos e ineficientes de hoy. En respuesta, varios estados serviles a los intereses de Occidente, como Egipto y Marruecos, han intentado cooptar el impulso islamista, con resultados inciertos en el largo plazo. Evidentemente, no son un modelo a seguir... Pero ¿son un modelo a destruir?
Curiosamente, los estados con gobiernos islámicos se han convertido en los enemigos de Occidente, gracias al impostado (y a veces real, aunque provocado) terrorismo internacional, que es eufemismo de terrorismo islamista. La nueva amenaza contra el Orden Global es, precisamente, la antítesis de Occidente, servidor de la Banca: el Islam, que prohibe prestar dinero con interés. ¿No es una casualidad sorprendente que sean los enemigos mortales de Israel y de la banca judía, que es otro eufemismo de banca internacional?
IIAnte tamaños errores de bulto, se evidencia una crisis de legitimidad en el sistema económico global, ya sin careta tras sucumbir la URSS, que se trasluce en el comportamiento de las empresas transnacionales, en las intervenciones internacionales legales, en los medios de comunicación, en los cambios culturales; pero también la crisis es de legalidad: en las migraciones, en el comercio internacional de armas y drogas, en el lavado de dinero, las mafias internacionales, el tráfico de recursos tales como sangre y diamantes, y en el tráfico de personas.
Sin embargo, hay en el mundo también unos 50 estados muy débiles, que acogen a unos 1.000 millones de personas a los que occidente trata de otro modo: están en gran parte del África sub-Sahariana, Oriente Medio, el sur de Asia y los Andes; son lugares donde las autoridades estatales están ocupadas en atender a sus propios intereses, gobernando sobre las sociedades sin preocuparse de impulsar el crecimiento, de reducir la pobreza o de asegurar una pizca de justicia social. Muchos de estos países han sufrido años de guerra civil, de los que aún no se han recuperado; otros son víctimas de olas de criminalidad, campañas de terror, divisiones étnicas o creciente descontento popular, crisis de deuda externa, déficit alimentarios, pandemia del HIV/SIDA, corrupción, mal gobierno, intervención militar, insurgencia de los señores de la guerra, fragmentación estatal, guerras civiles y conflictos locales de baja intensidad. En estos países, el criterio de los mandarines del globo es distinto: dejar hacer a sátrapas y ladrones, a cambio, eso siempre, del control de sus recursos.
La consecuencia del sometimiento de sus gobiernos, cualquiera que sea la vía, a los designios de EEUU, es la crisis múltiple de la idea de estado, tal y como lo conocemos. Y hay que plantearse, en estos inicios del siglo XXI, si cada gobierno-estado es legítimo, si es capaz, si se identifica con el pueblo que gobierna y si sus objetivos y responsabilidad son los adecuados. La clave nos la da generosamente el Banco Mundial, que define el buen gobierno relacionándolo con rendición de cuentas, eficiencia, transparencia y respeto por las instituciones, leyes e interacciones entre actores de la sociedad civil, la empresa y la política. Y el FMI añade el aseguramiento del estado de derecho y la lucha contra la corrupción. Son los gobiernos occidentales los que agregan a la lista la democracia representativa.
Pero todo eso son filfas, cuentos para adormecer a los infantes. La democracia no es una condición necesaria para el desarrollo económico, sin una renta y un nivel educativo mínimo; es ingenuo creer que puede arraigarse en países en desarrollo. El objetivo principal de todo estado no es ni debe ser facilitar la adaptación de los actores domésticos al nuevo orden económico global, porque la dinámica política interna y la pobreza de algunos Estados hace que sea extremadamente difícil para ellos aprovechar ninguna clase de oportunidades económicas globales. La democracia no es garantía de crecimiento en esos casos; mientras que construir la autoridad real y moral del Estado sí es esencial.
En este sentido, a pesar de todos sus defectos, que son muchos (totalitarismo, trato discriminatorio a la mujer e intromisión de la religión en la vida política) los movimientos islamistas están proponiendo no sólo una ideología gubernamental alternativa, sino también un modelo de Estado diferente, mucho más legítimo; y ofrecen una imagen de Estado virtuoso basado en los principios del Islam que es radicalmente diferente de los estados corruptos e ineficientes de hoy. En respuesta, varios estados serviles a los intereses de Occidente, como Egipto y Marruecos, han intentado cooptar el impulso islamista, con resultados inciertos en el largo plazo. Evidentemente, no son un modelo a seguir... Pero ¿son un modelo a destruir?
Curiosamente, los estados con gobiernos islámicos se han convertido en los enemigos de Occidente, gracias al impostado (y a veces real, aunque provocado) terrorismo internacional, que es eufemismo de terrorismo islamista. La nueva amenaza contra el Orden Global es, precisamente, la antítesis de Occidente, servidor de la Banca: el Islam, que prohibe prestar dinero con interés. ¿No es una casualidad sorprendente que sean los enemigos mortales de Israel y de la banca judía, que es otro eufemismo de banca internacional?
Toda ciencia es esencialmente un sendero hacia un objetivo. En particular, el sendero —la estrategia— de la ciencia económica es el conocimiento; y una vez dirigida la economía por los nuevos mandarines —la Gran Banca—, apoyados por las multinacionales de bienes y servicios, haciendo uso de la previsión, la predicción y la manipulación, se alcanza el objetivo final, que es la dominación del mundo. Ello es sólo posible desposeyendo de toda capacidad de poder a las masas trabajadoras, y para eso son instrumentos imprescindibles la incultura endémica, el apoyo a la familia —como fuente de escaseces y ausencia de libertad—, el entretenimiento permanente en el consumo y la estimulación del conformismo, a través del miedo a frecuentes amenazas de mayores males, generalmente incomprensibles para los atemorizados.
Si el conocimiento es poder, la asimetría de información, que históricamente estableció la separación entre clases obrera y burguesa, es hoy un abismo aún más insalvable entre la exigua y elitista clase dirigente del mundo—los nuevos mandarines— y el resto de los mortales, clases acomodadas incluidas. La esclavitud de todos es esencial para el sostén del orden social. La sumisión se consigue mediante la creación de situaciones —coyunturas o sucesos—, que establecen incesantes nuevos escenarios, ante los que la sociedad se siente desorientada, porque no tiene experiencia previa ni respuesta coordinada, y se deja llevar. Los medios informativos, corrompidos por la Banca a través de la financiación —que es subvención encubierta: como negocio, son ruinosos—, contribuyen a la desinformación precisa.
Si bien se piensa, el negocio de los mandarines, prestar dinero propio a tan bajo interés como el euribor a un año, también debiera ser un negocio ruinoso; ese dinero podría invertirse en cualquier industria en el que rendiría diez o veinte veces más. El negocio de la Banca empieza cuando el dinero prestado no existe, cuando acaba de ser inventado, al amparo de leyes ad-hoc que el Parlamento Europeo y el Gobierno de EEUU dictaron a requerimiento del BCE y la FED, estableciendo el coeficiente de encaje bancario en el 2%. Gracias a esta triquiñuela el BSCH, por ejemplo, tiene un saldo vivo crediticio de 14 veces sus recursos propios. Evidentemente, el sistema infla artificialmente los depósitos hasta 50 veces, y estos podrían ser reclamados por los 50 propietarios del mismo dinero. No hay que preocuparse. Eso no va a sucederle, en esta burbuja financiera que vivimos, más que a las entidades pequeñas, que serán glotoneadas por las grandes —en suspensiones de pagos encubiertas— como venganza por haberse atrevido a entrar en el negocio mandarinesco sin pedigrí y sin permiso.
Hace más de doscientos años, uno de los Rothschild dijo: "Dadme el control sobre la moneda de una nación, y no tendré por qué preocuparme de aquellos que hacen sus leyes." Acababa de explicitar el principio de la moderna Banca —el dinero financiero da poder para reacomodar la estructura económica en su provecho, el poder que otorga el crédito sobre depósitos—. Desde entonces, el esencial empeño de la Banca es obtener y conservar tal control. Hoy, la FED y el BCE, son entidades privadas en manos de la Gran Banca que atienden a sus propios intereses, no a los de los estados; y tienen la prerrogativa de emitir la dos monedas más fuertes y con mayor volumen de emisión del mundo, tanto en forma de billetes, como de crédito financiero. Y no sólo no sirven a los intereses de los estados, sino que, de hecho, son los estados, a través de la financiación irregular de los ineficientes partidos en el poder, los que sirven, merced a la corrupción, a sus amos, los mandarines financieros. Por eso, hablar a principios del siglo XXI de democracia de partidos es hablar de la absoluta nada. Y la verdadera democracia, la democracia de los ciudadanos, está proscrita en el mundo llamado occidental, sólo mencionarla es anatema, de manera que la ficción democrática de la partitocracia se sacraliza, y se demoniza con ello a sus críticos: objetar al sistema de partidos es, para los acólitos del poder, poco menos que adolecer de totalitarismo.
La pregunta pertinente es ahora: ¿Para qué se molestan los mandarines financieros en sostener a sus expensas la farsa democrática, en vez de imponer una dictadura mundial —no digo ya en manos de un Consejo de Mandarines, sino en las de un testaferro-dictador—, cosa que podrían hacer con absoluta impunidad? Pues porque una dictadura, con todo y ser más eficiente, tendría una cabeza visible que sería considerada, por el pueblo, culpable de todo lo malo que sucediera en el mundo —que tiene que ser forzosamente mucho: la guerra es sólo una herramienta más para el finiquito de crisis abiertas— y la responsable de la supervivencia de todos los habitantes del planeta; mientras que la pseudo-democracia, aunque menos eficaz, distribuye la responsabilidad de cuanto sucede entre la propia ciudadanía, que para eso ha elegido a sus representantes políticos. El pueblo es, en mayor o menor medida, consciente de que el sistema tiene truco; es sabedor de que siempre será defraudado, porque los políticos y los medios creadores de opinión, sirven, en realidad, a la casta de los mandarines, totalmente ajena a su universo.
El único enemigo de los mandarines es la verdad, porque es sinónimo de libertad. Pero la auténtica democracia, la de una República Constitucional, basada en la identificación del Estado con la ciudadanía, en la escrupulosa independencia de poderes que determinan las urnas separadas para cada uno de ellos y en el mandato imperativo de los ciudadanos sobre sus representantes —con los electos en dependencia económica directa de sus electores, y no del Estado—, es una revolución tal, que el mandarinazgo jamás la consentirá, cueste el dinero o la sangre que cueste. ¿Cómo van a asumir que eso de que la soberanía reside en el pueblo sea algo más que una frase vacía, producto de la propaganda mediática y poco más? No. Nada de decisiones colectivas.
Cuando se levantan las suficientes tramoyas, queda patente que tras el orden mundial no hay más de 50 personas, que son las que toman decisiones e imparten sus consignas-órdenes a través de sus órganos de conexión con el mundo: Bilderberg, Trilateral, Davos, G-8, ONU; medio centenar de personas tan físicamente débiles y moralmente miserables como cualesquiera otras, sólo que con el suficiente poder y falta de escrúpulos como para decidir sobre la vida o la muerte de cientos de miles de seres humanos cada año, a cambio de muchísimo dinero —tanto, que deja de tener sentido aumentarlo— y, lo que es verdaderamente importante, a cambio del poder omnímodo, de la impunidad total que sólo es prerrogativa de los dioses. Porque eso son y desean seguir siendo, dioses, los mandarines que rigen el orbe todo.
FÉLIX UDIVARRI
Leer más
0 comentarios:
Publicar un comentario