Por Alejandro A. Tagliavini
Cuenta Carlos Gómez Abajo que Simon Kuper y Stefan Szymanski cuentan –en Soccernomics– que la única motivación que tienen los Gobiernos de los países desarrollados para apoyar los Mundiales es potenciar la "sensación de bienestar" de los ciudadanos cohesionándolos en pos de un objetivo común. De esto, algo saben los autoritarios.
El segundo Mundial de fútbol se jugó en Italia en 1934. Los carteles mostraban a un jugador haciendo el saludo fascista. Árbitros permisivos dejaron que la anfitriona ganara. Después de los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936, inaugurados por Hitler, para el Mundial de Francia de 1938 los italianos viajaron en medio de fuertes presiones políticas. Saludaron con la mano extendida, lo que les hizo merecedores de un abucheo ensordecedor. Italia ganó, y el diario La Gazzetta dello Sport exaltó la "apoteosis del deporte fascista" en esa "victoria de la raza".
Estas cosas pasan no sólo cuando anda el fútbol de por medio, sino siempre que los Estados se entrometen en el mundo del deporte y lo financian. Según Ezequiel Fernández Moores, en materia de secretismo y censura, el Gobierno canadiense se comportó con los Juegos de Invierno de Vancouver (2010) como el chino con los de Verano de Pekín (2008). El presupuesto inicial acabó multiplicándose por diez, hasta alcanzar los 6.000 millones de dólares. "Mintieron siempre", asegura Chris Shaw, el principal opositor a los Juegos en el país norteamericano. El caso de Atenas 2004 es especialmente sangrante: se invirtieron 14.400 millones de dólares y se construyeron 22 complejos, de los cuales hoy 21 están abandonados.
Según estimaciones previas, el Gobierno sudafricano va a gastar en este Mundial unos 5.000 millones de dólares; mientras, un tercio de los sudafricanos vive con menos de 2 dólares al día. Se espera que acuda medio millón de aficionados al fútbol, cifra inferior a la de turistas mensuales: 600.000. Eso sí, se estima que los partidos serán vistos en todo el mundo por unos 3.000 millones de espectadores. Mucha publicidad. A todo esto, Lula da Silva celebra como triunfos políticos la celebración en Brasil del Mundial de 2014 (en el que planea invertir 9.420 millones de dólares) y las Olimpiadas de 2016.
Muchos son los que obtienen beneficios de un Mundial: los patrocinadores, la televisión, la prensa, los vendedores de camisetas; pero particularmente la FIFA, que obtiene, entre Copa y Copa, unas ganancias netas rondan los 800 millones de dólares. Tanto la FIFA como el Comité Olímpico Internacional, aunque son organizaciones privadas, debido a sus negocios con los Estados parecen corporaciones únicamente interesadas en recibir fondos estatales.
El principio del problema es la ausencia de derechos de propiedad a raíz de las legislaciones impuestas por los Estados, que han hecho de los clubes sociedades de personas y no de propietarios. Los socios pueden usufructuarlas, pero no son realmente dueños de dichas instituciones. No hay política en los hipódromos ni en el golf. No es un problema de deportes masivos. No hay política en el béisbol, porque los derechos de propiedad son claros y cada equipo, cada estadio, tiene un dueño. En cambio, cuando el Estado interviene, regula, necesariamente se sirve de esa amplia tribuna para adoctrinar.
Un Mundial sólo es un buen negocio cuando descansa totalmente, o cuando menos en su mayor parte, en el sector privado; de ahí que el más rentable (y el que llenó más los estadios) fuera el celebrado en EEUU en 1994, que sólo costó al Gobierno norteamericano 50 millones de dólares.
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